EL SILENCIO COMO RESISTENCIA: UN REFUGIO EN MEDIO DEL RUIDO

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Vivimos en un tiempo donde el ruido parece interminable. No solo el ruido “sonoro” de las ciudades, el embotellamiento, los dispositivos encendidos o las voces en constante circulación, sino también ese otro ruido, más sutil y constante: el excedente de información, las notificaciones que nos interrumpen, los discursos que se multiplican sin pausa en las redes sociales. Es un ruido que desgasta, satura y nos empuja a vivir en automático.

Frente a ese escenario, el silencio aparece como un recurso ajeno, casi un lujo. Pero más que un privilegio, el silencio puede ser una forma de resistencia. Resistir a la orden de opinar siempre, de estar disponibles todo el tiempo, de consumir sin descanso. Callar no es desistir: es volver a tomar aire, recuperar autonomía y reconectar con lo esencial.

El silencio no es ausencia, es presencia plena. Cuando nos detenemos y dejamos espacio al vacío, descubrimos que la calma no está hecha de carencia, sino de profundidad. Ahí donde el ruido nos fragmenta, el silencio nos reúne. En esa quietud, el yo deja de dispersarse y se encuentra consigo mismo, sin filtros ni distracciones.

En una sociedad hiperconectada, la pausa puede parecer extraña. No opinar, no responder, no reproducir de inmediato a menudo se interpreta como fragilidad. Sin embargo, el silencio tiene un peso propio: puede convertirse en una declaración política. En un mundo que exige velocidad y exposición constante, guardar silencio es sostener una subjetividad crítica. Es decir: “yo elijo cuándo y cómo hablar”.

Los beneficios del silencio no se limitan a lo simbólico. Estudios científicos demostraron que el silencio reduce los niveles de cortisol –hormona del estrés– fortalece el sistema inmunológico y favorece la regeneración de células cerebrales. El cuerpo necesita pausas tanto como la mente. Cuando nos regalamos unos minutos de quietud, damos un respiro a la máquina que todo el día procesa estímulos.

Pero no se trata de aislarse en una montaña ni de buscar un convento. El silencio puede practicarse en la vida cotidiana: apagar el celular durante 30 minutos, respirar sin apuro en un rincón de casa, caminar sin auriculares. Se trata de generar un espacio donde no existan demandas externas, aunque sea por unos instantes. Ese pequeño gesto tendrá una fuerza inmensa.

El ruido también puede ser cultural: estamos acostumbrados a llenar los vacíos. Encendemos la televisión para que suene de fondo, ponemos música para dormir, hablamos por hablar. Nos incomoda tanto el silencio que lo evitamos. Sin embargo, cuando lo enfrentamos, descubrimos que no es vacío, sino un terreno seguro. En el silencio surgen ideas, intuiciones, preguntas que el ruido nunca dejaría escuchar.

El silencio también mejora nuestra forma de comunicarnos. Al aprender a callar, aprendemos a escuchar. Nos volvemos más conscientes de nuestras palabras, más atentos a los demás. Así, la quietud no solo nos transforma individualmente, sino que impacta en nuestras relaciones: trae empatía, compasión y escucha real.

En tiempos de saturación de opiniones o discursos, el silencio se vuelve un refugio. No como una desconexión egoísta, sino más como una reconexión con lo esencial: con nuestro propio cuerpo, con los vínculos que importan, con la naturaleza. Recuperar la calma es recuperar un modo más humano de estar presentes en el mundo.

Callar no es rendirse. Es resistir a la obligación de llenar todos los espacios con palabras, con información, con estímulos. Es una acción consciente de cuidado propio y de cuidado colectivo. Porque en un mundo que no deja de hablar, elegir el silencio es recuperar la capacidad de escuchar: al otro, a la vida y esencialmente a uno mismo.

El silencio es más que un descanso: es un refugio y una resistencia. En un mundo saturado de ruido externo e interno, callar se convierte en un acto revolucionario. No para huir, sino para volver a habitar con más claridad y presencia nuestra propia voz.

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