HABLAR SALVA VIDAS: LA URGENCIA DE DESESTIGMATIZAR LA SALUD MENTAL

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Por: Aldana Suarez y Valeria Quiñones

Decir que vas al psicólogo todavía provoca miradas incómodas, como si fuera una confesión de locura. Ese estigma, arraigado en la cultura boliviana, sigue siendo una de las principales barreras para que la gente se anime a pedir ayuda a tiempo.

Gran parte de estos prejuicios nacen de la desinformación, que, en términos de salud mental, se traduce en discriminación y aislamiento. Durante décadas, los problemas emocionales han sido vistos como signo de debilidad y falta de autoconocimiento, y esos elementos han dejado una marca en como hablamos —o callamos— sobre el tema. En Bolivia, acudir a terapia aún despierta comentarios y gestos que minimizan la experiencia, lo que refuerza la idea de que buscar apoyo es innecesario o exagerado. Ese peso cultural se ve reflejado en cómo se pueden retrasar diagnósticos acertados, el difícil acceso a la atención profesional y mantiene el discurso de que la salud mental es menos importante que la salud física.

La salud mental sigue siendo uno de los temas más incomprendidos de nuestro tiempo. No porque falten estadísticas —las enfermedades mentales hoy son la principal causa de discapacidad y sufrimiento en el mundo— sino porque sobra desconocimiento. Y la ignorancia, cuando se convierte en prejuicio, termina convirtiéndose en un muro de estigma que deja a millones atrapados en silencio.

El estigma es esa carga social invisible que obliga a quienes padecen un trastorno a esconder su dolor, a disfrazar su vulnerabilidad, a resistirse a pedir ayuda por miedo a ser juzgados. No se trata sólo del sufrimiento en sí mismo, sino de la condena pública que lo multiplica: la burla en redes, el insulto que usa un diagnóstico como arma, el comentario ligero que convierte una enfermedad en caricatura. Esa violencia simbólica atraviesa fronteras y medios como las redes sociales.

Pero el estigma no se detiene ahí. Existe también una desconfianza persistente hacia quienes trabajan para aliviar ese dolor: psiquiatras, psicólogos, terapeutas, instituciones que dedican sus esfuerzos a acompañar. Se les acusa, se los caricaturiza, se los mira con sospecha. Es lo que especialistas llaman “doble estigma”: el que recae tanto en las personas que padecen una enfermedad mental como en quienes se atreven a cuidarlas.

Ignorancia o desinformación —como quieran llamarlo— es la base de este círculo vicioso que ahoga. Y ese peso lo sentimos todos, aunque en diferentes grados. Ya no se trata solo de cómo y cuándo pedir ayuda, sino de si es legítimo hacerlo. Entre la vergüenza y el miedo, se instala la parálisis: una mezcla tóxica que no permite sanar.

Somos esclavos de la opinión social. De lo que se considera “normal”. De la mirada ajena que dicta cuándo es aceptable llorar, cuándo hablar, cuándo callar. Una mirada que opina sin saber lo que significa atravesar un trastorno de salud mental, sin imaginar la batalla íntima que se lucha en silencio. Frente a esto, la salida parece sencilla y radical a la vez: educar, desmitificar, fomentar empatía. Recordar que el dolor no necesita pruebas visibles para ser real. Y que cada palabra que elegimos —sobre todo cuando se pronuncia desde un lugar de influencia o se amplifica en los medios— puede ser un arma o un puente.

La salud mental no debería ser un campo de batalla social. Debería ser un territorio compartido de cuidado, comprensión y humanidad. Y la única manera de avanzar hacia allí es asumir una responsabilidad común: hablar con rigor, informarnos con honestidad y, sobre todo, escuchar con compasión. Porque solo así dejaremos de cargar con un peso que nunca debimos llevar.

La psicóloga y coordinadora de Piel Humana, Alessandra Acosta, explica que aunque la conversación sobre salud mental ha ganado terreno, la percepción social del psicólogo sigue siendo limitada, como si su labor se redujera a “dar consejos o escuchar a la gente para que se desahogue”, cuando en realidad buscan generar cambios concretos en el comportamiento y bienestar de las personas. Acosta también aprovecha de enfatizar el papel crucial de la familia y el entorno cercano, en aquellos hogares donde se tiene una buena imagen del psicólogo, este se convierte en “la primera opción” de apoyo, mientras que en familias con prejuicios se recurre a otras instancias que “no siempre tienen un efecto positivo o al menos con el cambio esperado”. Además, reflexiona sobre la influencia de la cultura popular, la llamada “psicología pop”, que si bien acerca conceptos psicológicos de forma sencilla, puede caer en el reduccionismo, lo que obliga a los profesionales a garantizar que la información que se difunde tenga un respaldo confiable. Pese a estos retos, se destaca el impacto positivo que ya se observa: “Por el lado positivo, creo que se han salvado muchas vidas con la desestigmatización de la psicoterapia”, recordando que cada pequeño cambio en la percepción social puede traducirse en personas que se animan a buscar ayuda y mejorar su calidad de vida.

El psicólogo Fabricio Cespedes, parte del Gabinete Psicológico Piel Humana, explica cómo muchas personas todavía sienten que pedir ayuda es una muestra de debilidad. “Creo que nace del miedo a que sean juzgados o a que no sean entendidos; piensan que su problema es solamente de ellos”, señala. Esa percepción se traduce en vergüenza y culpa, emociones, generadas a partir del estigma, empujan al silencio en lugar de a la búsqueda de apoyo. Aunque reconoce que el estigma aún es fuerte en generaciones adultas, reconoce que los jóvenes muestran una mayor apertura y que poco a poco el tabú se va perdiendo. Además, plantea algo que no se habla mucho actualmente y es lo necesario que es avanzar en transformaciones sociales y políticas públicas: “Que los hospitales tengan un psicólogo de cabecera, más accesible para las personas, porque puede que el tema de precios o de tiempo sea una dificultad (…). Ese tipo de políticas son clave para empezar a consultar”.

La salud mental ya es tema de conversación, sin embargo, aún hay grises que debemos resolver como sociedad. El mayor ejemplo es la indiferencia, como no sabemos qué decir preferimos un silencio injusto que en el peor de los casos se lleva la vida de seres queridos. Está en nuestras manos informarnos para prevenir un sufrimiento silencioso y ayudar desde la empatía a quienes lo están atravesando. Hablar de salud mental no es un lujo ni una moda: es un acto de humanidad que nos recuerda que nadie merece cargar en silencio con un dolor que puede aliviarse.

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