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Por Jesús Colque
En las calles de América Latina, cada vez es más común ver a jóvenes que mezclan símbolos ancestrales con expresiones urbanas: gorras con bordados tradicionales, trap en lenguas originarias, murales donde se abrazan la Pachamama y el arte callejero. Esta fusión no es una simple tendencia estética, ni un intento superficial por parecer alternativo. Es una forma de reapropiarse del pasado, de recuperar saberes negados por siglos y adaptarlos a los lenguajes de hoy. Fusionar lo ancestral con lo urbano no es una contradicción, sino una estrategia cultural para construir identidades propias y futuros posibles.
Estas nuevas formas culturales no buscan replicar el pasado ni romper con él, sino dialogar con sus raíces desde el presente. Jóvenes artistas, diseñadores, músicos y activistas entienden que la identidad no es fija, sino algo vivo que se transforma con cada generación. Al combinar lo ancestral con lo urbano, no solo reivindican sus orígenes, sino que los reinventan. Así, lo que antes se consideraba incompatible —lo tradicional y lo moderno— hoy se convierte en una fusión poderosa que cuestiona los modelos culturales impuestos y da lugar a nuevas formas de existir en el mundo.
Desde hace décadas, hablar de “mezclas culturales” dejó de ser algo superficial para convertirse en una categoría clave para entender lo que somos. En América Latina, la hibridez no es una rareza, es la norma. No vivimos entre dos mundos separados, sino en una constante fusión de lenguajes, símbolos, prácticas y memorias. El sociólogo argentino Néstor García Canclini, en su libro: Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad (1990), sostiene que las culturas contemporáneas son resultado de procesos de traducción, apropiación y resignificación entre lo tradicional y lo moderno, lo local y lo global. Esta mezcla no es un “caos cultural”, como algunos piensan, sino una forma creativa y estratégica de construir sentido en contextos donde ninguna identidad es pura ni fija.
“Las culturas híbridas no son desvíos de la tradición ni deformaciones de la modernidad, sino formas creativas de vivir entre ambas.” (García Canclini, 1990)
Las culturas híbridas, entonces, no son una “moda” ni un síntoma de confusión. Son una respuesta política y estética frente a la imposición de modelos culturales dominantes. Cuando una comunidad indígena crea contenido en TikTok con su lengua originaria o un joven diseña ropa urbana con símbolos prehispánicos, no está negando el pasado ni copiando el presente. Está transformando ambos. Porque la hibridez no es pasividad: es agencia. Es la capacidad de tomar elementos diversos y, sin pedir permiso, hacerlos hablar en clave propia.
Mientras algunas instituciones aún repiten discursos que enfrentan lo tradicional con lo moderno, las juventudes en América Latina viven en esos dos mundos al mismo tiempo. No hay ruptura, hay puente. Desde la música hasta el vestuario, pasando por las redes sociales, jóvenes artistas, diseñadores y creadores están desarrollando formas culturales donde lo ancestral y lo urbano no se oponen, sino que se entrelazan con naturalidad.
Un caso emblemático es el de Ocasional Talento, un rapero paceño que en su álbum SÓLIDO fusionó jazz, funk y boom bap con letras en español que dialogaban con memorias y contradicciones bolivianas. Su trabajo no era folklorismo: era una propuesta híbrida auténtica, hecha por alguien que vivía entre lo ancestral y lo urbano, y que produjo su propia identidad a partir de esa mezcla.
Este tipo de prácticas confirman lo que Canclini señalaba sobre los “consumidores-creadores”: las nuevas generaciones ya no son solo receptoras pasivas de cultura, sino productoras activas de sentido, capaces de mezclar lo local y lo global, lo ancestral y lo pop, sin pedir permiso. Y en esa mezcla hay una fuerza política: afirmar una identidad híbrida en un sistema que muchas veces sigue premiando lo europeo, lo blanco, lo moderno como único modelo válido.
En las redes sociales, este proceso se acelera. TikTok e Instagram se han convertido en plataformas donde lo ancestral no es marginal, sino central: ahí se enseñan palabras en lenguas originarias, se muestran bordados con orgullo o se fusiona danza tradicional con beats electrónicos. Este cruce no solo es creativo, también es afirmación cultural. Una forma de decir “aquí estamos, con todo lo que somos”.
La fusión entre lo urbano y lo ancestral no solo es estética ni moda: es una respuesta política frente a siglos de exclusión cultural. En sociedades marcadas por el racismo estructural y la colonización simbólica, retomar elementos indígenas o populares y remezclarlos desde lo urbano es también una forma de resistencia. No se trata de folklorizar el pasado, sino de tomarlo en las manos y decir: “esto también me pertenece y lo reinvento desde mi presente”.
Esta hibridez cultural incomoda a los puristas: para unos, “profanar” lo tradicional es una falta de respeto; para otros, mezclarlo con lo urbano “rebaja su valor”. Pero en realidad, como decía Néstor García Canclini, las culturas no sobreviven encerradas en vitrinas: viven al mezclarse, se adaptan, se fortalecen. Por eso, cuando un grafitero pinta a la Pachamama en un muro de ciudad, o una diseñadora de moda reinventa un aguayo como chaqueta urbana, están defendiendo una forma de existencia híbrida, que se niega a ser marginada.
El arte urbano, los textiles contemporáneos con símbolos ancestrales, la música mestiza de hoy son parte de un movimiento que descoloniza lo cotidiano. En lugar de buscar una identidad “pura” (algo que nunca existió), estas expresiones abrazan lo mixto como una fuerza creativa y contestataria. Reivindican el derecho a ser múltiples: indígenas y urbanos, rurales y digitales, tradicionales y futuristas.
Habitar la hibridez cultural no es confusión, es claridad. Es comprender que en nuestros cuerpos, lenguas y expresiones se cruzan memorias antiguas y pulsos modernos. Que no hay contradicción en usar sneakers y hablar quechua, en escuchar trap mientras se teje con técnicas ancestrales, en rayar un muro con aerosol y símbolos sagrados. La mezcla es una manera de decir que seguimos aquí, creando, hablando, resistiendo.
Un ejemplo potente de esta lógica creativa en Bolivia es el trabajo de Apacheta Colectivo, un grupo de artistas que interviene el espacio público con imágenes que combinan estética andina y urbana. En sus murales aparecen apus (espíritus de montaña) con cascos de motociclista, o mujeres de pollera montadas en criaturas míticas, todo con colores vibrantes y trazos callejeros.
Así, colectivos como Apacheta —al igual que artistas como Ocasional Talento o diseñadores emergentes que reinterpretan la indumentaria originaria— nos recuerdan que la cultura no se hereda pasivamente: se recrea, se disputa y se hace cada día. Y que, en este siglo, lo híbrido no es solo una forma de expresión, sino también una forma de resistencia.