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Por Aldana Suarez
El cine tiene la capacidad de conmovernos, pero pocas veces nos detenemos a pensar en que no siempre lo hace de la misma manera. Una película puede parecernos mágica cuando somos niños, cruel en nuestra adolescencia y enormemente reveladora cuando somos adultos. El relato no cambió: fuimos nosotros los que, al crecer, modificamos la forma en que sentimos y entendemos lo que vemos.
El séptimo arte fue descrito como un espejo de lo que sucede en la sociedad y de las emociones humanas. La cinematografía no solo rememora sensaciones en el momento: también se convierte en un hilo conductor de nuestras distintas etapas de vida. A través de la nostalgia y la memoria, las películas construyen caminos emocionales que se reactivan cada vez que regresamos a ellas.
Las películas no solo evidencian nuestra vida: también la moldean. La mayoría de las veces, desde nuestra infancia, el cine nos regala percepciones sobre el amor, la amistad, la justicia o la esperanza. Lo que creemos posible o incluso lo que esperamos de la vida tiene raíces en aquellas primeras historias que vimos en la pantalla. De niños, cada experiencia es única porque no tenemos con qué compararla. Todo nos impacta más profundamente. En cambio, en la adultez, ya acumulamos caminos recorridos, por eso cada nueva película inevitablemente se mide contra recuerdos y aprendizajes previos.
Para mí un claro ejemplo es Desde Mi Cielo (The Lovely Bones). Verla a los 12 años significó quedarme atrapada en el rechazo y la angustia de su historia: la brutalidad de la pérdida y la fragilidad de la inocencia. A los 17, la misma película reveló otros matices: la rebeldía de querer desafiar la injusticia, la impotencia frente a lo que no podemos cambiar. Y hoy, a los 25, ese relato se convierte en algo distinto: una reflexión sobre el duelo, la resiliencia y la forma en que seguimos adelante cargando con ausencias que nunca desaparecen del todo.
Lo fascinante es que Desde Mi Cielo no cambió ni un solo fotograma desde su estreno. Lo que cambió fuimos nosotros: nuestras pérdidas, nuestras cicatrices y también nuestra capacidad de empatía. Ese tránsito personal resignificó escenas que antes pasaban inadvertidas, hace tolerables o insoportables pasajes que de niños no alcanzábamos a dimensionar.
Así funciona el cine: cada reencuentro con una película es también un reencuentro con quienes fuimos y con quienes somos hoy. La nostalgia funciona como un puente: no solo recordamos la historia en sí, sino el estado emocional en que la vimos por primera vez. Esa doble capa de experiencia, la de la película y la de nuestra propia vida, convierte al cine en una suerte de archivo emocional que crece con nosotros.
Las películas no envejecen solas: envejecen con nosotros. Sus historias se mantienen, pero nuestros ojos cambian, nuestras emociones maduran, nuestras heridas y aprendizajes añaden nuevos filtros a cada escena. Quizá esa sea la verdadera magia del cine: no tanto la de permanecer igual, sino la de transformarse en cada espectador.
Revisitar una obra del pasado no es solo volver a una sala oscura o a tu habitación: es volver a encontrarnos con la persona que fuimos al verlo por primera vez. Y en ese encuentro, entre el recuerdo y el presente, el cine se vuelve eterno.