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Por Alejandro Camacho
Cada noche, cuando apagamos las luces y nos dejamos caer en la almohada, entramos en un territorio donde nada es estable y todo es posible. Un espacio donde podemos volver a hablar con personas que ya no están, visitar lugares que nunca hemos pisado y vivir emociones que nos sorprenden incluso al despertar. Los sueños siempre han tenido algo de mágico, de inquietante, de profundamente humano. Y aunque hoy vivimos en una época hiperconectada, donde todo parece tener una explicación rápida, los sueños siguen siendo ese misterio que ni Google ni la ciencia han terminado de descifrar del todo.
Durante siglos se ha pensado que los sueños son mensajes cifrados: advertencias, deseos reprimidos, recuerdos disfrazados. Freud los llamó “la vía hacia el inconsciente”, y aunque muchas de sus teorías hoy se discuten, la idea de que los sueños revelan partes ocultas de nosotros mismos todavía resuena. Porque lo cierto es que, cuando estamos pasando por una etapa difícil, soñamos con pérdidas, con persecuciones, con desastres que simbolizan lo que no queremos enfrentar de día. Y cuando estamos felices o ilusionados, nuestros sueños también brillan, cargados de posibilidades y fantasías.
Sin embargo, en la actualidad solemos caer en la tentación de buscar respuestas inmediatas: ¿Qué significa soñar con dientes? ¿Qué significa volver a soñar con mi ex? ¿Qué significa caer al vacío? Y aunque esas interpretaciones pueden resultar curiosas o incluso reconfortantes, la realidad es mucho más personal. Los sueños no son diccionarios compartidos; son diarios íntimos escritos en un lenguaje que cada uno debe traducir por su cuenta. Un símbolo que para una persona representa miedo, para otra puede significar libertad. Y un sueño triste puede no tener nada que ver con la tristeza, sino con una película que vimos o un recuerdo que nuestro cerebro decidió reorganizar.
Lo fascinante es que los sueños funcionan como un espacio emocional sin filtros. No importa cuánto nos mostremos fuertes, tranquilos o indiferentes durante el día: por la noche, el inconsciente toma el control y nos confronta con lo que solemos callar. Los sueños pueden hacer visible aquello que preferimos ignorar: inseguridades, culpas, deseos que no confesamos ni a nosotros mismos. Son como una especie de “autodiálogo” creativo, extraño y, a veces, brutalmente honesto.
Pero también es cierto que algunos sueños son solo eso: ruido. Un collage de imágenes sin sentido, producto del cerebro procesando información, limpiando recuerdos, ordenando lo que vivimos. No todo sueño tiene que ser un mensaje profundo o una advertencia importante. A veces soñamos cosas sin trascendencia, escenas sin relación, historias sin lógica, y está bien. No todo debe explicarse, ni todo debe tener un propósito oculto.
Entonces, ¿qué hacemos con nuestros sueños? ¿Los ignoramos? ¿Los interpretamos? ¿Los tomamos como señales? Tal vez lo más sano sea reconocerlos como un puente entre lo que somos y lo que evitamos admitir. Una especie de reflejo emocional que aparece cuando no estamos en control. Los sueños no siempre dan respuestas, pero sí nos regalan preguntas. Y esas preguntas, muchas veces, valen más que cualquier interpretación automática.
Porque al final, soñar es un recordatorio silencioso de que dentro de nosotros hay más de lo que mostramos. Que seguimos sintiendo, imaginando, temiendo y deseando aun cuando no lo expresamos. Y quizás allí esté su verdadero significado: no en descifrar cada símbolo, sino en aceptar que los sueños nos invitan a escucharnos desde un lugar más profundo. A veces, lo que soñamos es la parte de nosotros que por fin se atreve a hablar. Y prestarle atención, aunque sea un momento, puede ser el acto más sincero, y necesario, que podemos tener con nosotros mismos.