LAS JUVENTUDES QUE MOLDEARON EL MUNDO

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Por Jesús Colque

Cada generación no solo habita un tiempo histórico, sino que lo encarna. Es una respuesta corporal y espiritual a las heridas y promesas de su época. Al mirar el contraste entre las juventudes de los años 80 y 90 y las de hoy, no estamos frente a una mera sucesión cronológica, sino ante un cambio sísmico en la naturaleza misma de la resistencia. Un cambio que, en América Latina, tiene sus propios ecos
dramáticos y sus particulares silencios.

El paisaje de fin de siglo en Latinoamérica estaba marcado por los últimos estertores de las dictaduras, la dolorosa transición a democracias frágiles y la imposición de modelos económicos neoliberales que fracturaron el tejido social. Como bien analiza el escritor mexicano Carlos Monsiváis, en estas décadas se forja una «cultura de la resistencia» donde la juventud no solo es protagonista, sino que usa su cuerpo como territorio de protesta.

La rebeldía era sinónimo de presencia física:

Desde el rock en tu idioma en México hasta el movimiento “under” en Buenos Aires, la música fue un espacio de autonomía. Era una respuesta a la vez estética y política: frente al silencio impuesto, decenas de miles de jóvenes reunidos en un festival eran un acto de desobediencia civil masiva.

Al mismo tiempo, antes de ser arte urbano globalizado, fue la herramienta del descontento. En Santiago, Bogotá o São Paulo, las paredes hablaban cuando la prensa callaba. Era la memoria instantánea de un pueblo que se negaba a ser borrado.

De ese modo se luchaba contra el autoritarismo militar, la censura, el imperialismo cultural y las recetas del Fondo Monetario Internacional. La lucha, como recuerda la teórica argentina María Pía López, era por la construcción de lo público, de un «nosotros» frente a la disolución que proponía el mercado.

Esta generación, con su ruido y su furia, no era ingenua. Sabía, como apuntaba el uruguayo Eduardo Galeano, que la utopía servía para «caminar». Su rebeldía era el paso firme, aunque lento y colectivo, hacia un horizonte de justicia que creían alcanzable.

Hoy, las juventudes heredan una paradoja: viven en democracias formalmente consolidadas, pero sumidas en una crisis de sentidos y en la precariedad como norma. El sociólogo argentino Christian Ferrer habla de un «naufragio de lo sólido», donde las grandes narrativas (el Estado, el Progreso, la Revolución) se han desvanecido. En este nuevo ecosistema, la identidad digital se ha erigido como el campo de batalla central, un arma de doble filo que explica en gran medida la fatiga social contemporánea.

La Identidad Digital: El Nuevo Territorio de la Lucha y su Parálisis

La lucha ya no es solo por ocupar la plaza, sino por defender la propia identidad en un mundo “hipervigilado”. La fluidez de género, la reapropiación del cuerpo y la priorización de la salud mental son formas de resistencia. Sin embargo, esta búsqueda de autenticidad está mediada por plataformas diseñadas para la performance. Como sugiere el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han, vivimos en la «sociedad del cansancio», donde el mandato de ser uno mismo se convierte en una forma exhaustiva de auto explotación. La identidad digital debe ser constantemente curada, performada y defendida, lo que genera una fatiga existencial: el activismo se convierte en un trabajo emocional no remunerado.

La identidad digital permite una organización veloz y una conciencia global instantánea. Hashtags como #NiUnaMenos o #ChileDespertó demostraron un poder catalizador innegable, coordinando protestas y visibilizando causas de manera sin precedentes. Mantiene despierto y organizado a un sector, creando una sensación de comunidad y propósito. Sin embargo, es aquí donde muestra su filo más peligroso: impide la formación de un movimiento social sólido. La lógica de las redes sociales es la de la atención efímera, el tema en tendencia que es reemplazado en horas por el siguiente
drama. La energía se dispersa en mil causas simultáneas, dificultando la construcción de una agenda coherente y sostenida en el tiempo. Se crea una «izquierda de hashtag» o un «activismo de clic», donde la validación social (likes, compartidos) puede suplantar al compromiso tangible y duradero. La identidad se fragmenta en una multitud de causas superpuestas, imposibilitando la unidad estratégica que caracterizó a los movimientos del siglo XX.

El adversario ya no tiene un solo rostro. Es el algoritmo que nos encierra en burbujas, el capitalismo de plataformas que nos vuelve productores y productos a la vez, la crisis climática cuyo horizonte es apocalíptico y la desinformación que corroe la verdad. La batalla, por tanto, se libra con las armas del enemigo: memes, hilos en Twitter, videos en TikTok. La «política de la cancelación», tan criticada, puede leerse como un intento desesperado de las comunidades marginadas de ejercer justicia donde las instituciones fallan, pero también como un síntoma de la cacería en el rebaño digital del que habla Zygmunt Bauman.

Lo que se interpreta como pasividad suele ser, en realidad, una forma de pragmatismo lúcido. En un contexto de inflación, desempleo y costos de vida elevados, la búsqueda de un empleo estable o un emprendimiento personal no necesariamente conformismo, sino un intento de construir un refugio en medio del caos sistémico. Es la privatización de la esperanza, agravada por el agotamiento que produce gestionar una identidad pública digitalmente las 24 horas.

¿Quién puede juzgar qué forma de resistencia es más válida? La generación que salió a la calle con megáfonos luchaba por construir una esfera pública. La generación que hoy libra sus batallas en las redes y en la intimidad de su identidad lucha por sobrevivir a la hiper publicidad y encontrar un sentido en un mundo fragmentado.

La identidad digital es el nuevo territorio conquistado, pero también la nueva prisión. Provee las herramientas para la organización y la visibilidad, pero al costo de una fatiga social profunda y una fragmentación que dificulta la acción colectiva duradera. Es la paradoja definitiva: estar más conectados que nunca para sentir una soledad más penetrante; tener más herramientas para protestar, pero menos
energía estructural para sostener la revolución.

Como sugería el poeta y ensayista mexicano Octavio Paz, toda tradición necesita ser negada para renovarse. La juventud de los 80 y 90 negó el silencio impuesto con un grito colectivo. La juventud de hoy niega la espectacularización de la vida con una resistencia sutil, a veces silenciosa y agotada, pero no por ello menos profunda.

Una no es mejor que la otra. Son los dos polos de un mismo diálogo histórico. Una preguntaba: «¿Cómo cambiamos el mundo?». La otra se interroga: «¿Cómo habitamos el mundo que hemos heredado, sin perdernos a nosotros mismos en el intento, y sin que el esfuerzo por mantenernos visibles digitalmente nos agote el alma?». Ambas preguntas, en su tensión irreconciliable, son igualmente necesarias. El ruido de ayer y el silencio cansado de hoy no son más que los distintos ritmos del mismo corazón inquieto: el de quien se niega, a su manera, a rendirse.

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