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Por Alejandro Camacho
Hay una frase que escuchamos cada vez que un escándalo sacude la vida de un artista: “hay que separar a la persona del artista”. Suena fácil, casi como una receta rápida para poder seguir disfrutando de la música, las películas o las pinturas que nos gustan sin cargar con un sentimiento de culpa. Pero cuando nos detenemos a pensarlo, descubrimos que detrás de esas palabras hay un dilema mucho más profundo. Porque no hablamos solo de alguien famoso en un titular de prensa: hablamos de obras que tal vez nos han acompañado en momentos importantes de la vida, canciones que cantamos con amigos, películas que nos hicieron llorar, cuadros que nos dejaron sin aliento. Y de pronto, la imagen de su creador se tiñe de polémicas, de errores, de sombras… y nos queda esa pregunta incómoda: ¿podemos seguir amando el arte cuando su autor nos decepciona?
El arte tiene esa capacidad de atravesarnos, de hacernos sentir parte de algo más grande. Una canción que nos salva en un mal momento, un cuadro que nos transporta a otra dimensión, una película que nos conmueve hasta las lágrimas. Y sin embargo, muchas veces, detrás de esas obras que admiramos se esconden personalidades controvertidas, polémicas o directamente condenables.
Pensemos, por ejemplo, en Salvador Dalí. Un genio absoluto de la pintura, capaz de transformar lo onírico en imágenes que siguen maravillando décadas después. Pero al mismo tiempo, Dalí fue criticado por su egocentrismo, por actitudes provocadoras que no siempre se quedaban en lo artístico. ¿Podemos disfrutar de La persistencia de la memoria sin recordar también al hombre excéntrico, vanidoso y contradictorio que la pintó?
Algo similar ocurre en la música. Kanye West, uno de los productores y raperos más influyentes de nuestro tiempo, ha revolucionado el sonido del hip hop y marcado tendencia en la moda. Pero su figura pública está rodeada de polémicas, declaraciones controvertidas y conductas que generan rechazo en buena parte del público. Entonces, ¿qué hacemos con Graduation, My Beautiful Dark Twisted Fantasy o con esas canciones que nos han acompañado? ¿Dejamos de escucharlas o reconocemos que la obra puede trascender al hombre?
No se trata de casos aislados. El cine también nos da ejemplos. Woody Allen, con películas que marcaron la historia del séptimo arte, como Annie Hall o Medianoche en París, sigue siendo un nombre que divide a la audiencia debido a las denuncias que pesan en su contra. Y lo mismo podríamos decir de Michael Jackson: su música cambió para siempre la industria, pero su vida privada dejó heridas y preguntas que nunca terminaron de resolverse.
Separar a la persona del artista, entonces, es un dilema que no tiene respuesta única. Algunos espectadores eligen quedarse con la obra, con lo que esta despierta en ellos, sin mirar demasiado la vida del creador. Otros sienten que disfrutar de ese arte es, de alguna manera, darle voz a alguien que quizá no merece ser aplaudido. Ambas posturas cargan un peso ético, y ambas son válidas en su propia contradicción.
Quizás lo que nos queda es aceptar que arte y artista conviven en un mismo cuerpo, pero que no siempre son lo mismo. Que una pintura puede ser un universo en sí mismo, aunque su autor sea cuestionable. Que una canción puede seguir emocionándonos, aunque rechacemos a quien la interpreta. Y que, al final, la decisión recae en cada uno de nosotros: en qué elegimos escuchar, ver, compartir o callar.
Al final, la música, el cine, la pintura o la literatura tienen la capacidad de sobrevivir más allá de quienes los crean. Las canciones seguirán sonando en la radio, los cuadros seguirán colgados en los museos y las películas continuarán emocionando a nuevas generaciones. Pero la pregunta sigue ahí, latente: ¿debemos separar al artista de la persona? Personalmente, creo que no hay una respuesta absoluta. El arte es libre, pero quienes lo reciben también lo son. Podemos decidir disfrutar de una canción y al mismo tiempo rechazar las actitudes de su autor. Podemos valorar una película por su belleza sin necesariamente venerar al director que la hizo posible. Y creo que esa es la clave: no hay que sentirnos obligados ni a “cancelar” ni a aplaudir ciegamente.
En la opinión del autor, lo sano es reconocer la obra por lo que es, pero también mirar de frente al artista, con sus aciertos y errores. Ni idealizar, ni borrar. Porque el arte, al final, es un puente entre lo que alguien crea y lo que nosotros sentimos; un puente que puede sostenerse incluso cuando su constructor tambalea. Y es en ese equilibrio, en esa libertad de decidir qué nos quedamos y qué dejamos ir, donde el público demuestra su verdadero poder: el de elegir qué voces seguirán resonando con el paso del tiempo… y cuáles caerán en el silencio.